Anish Kapoor y su daimón

— PijamaSurf, 2018

En 2016, el reconocido escultor Anish Kapoor anunció que había desarrollado, gracias al trabajo  de una empresa del sector aeroespacial llamada NanoSystems, un material capaz de absorber un 99.96 por ciento de luz. Un tipo de negro llamado Vantablack,o como estos lo llaman: “the blackest black”. Esto no pasaría de ser una buena nueva tecnológica si no fuera por el revuelo —no exento de réplicas*— al que asistimos alrededor del descubrimiento; pues no contento el escultor con el hallazgo, procedía a patentarlo para su uso en exclusiva.

El Vantablack supone un salto en la creación plástica complicado por el momento de interpretar críticamente. Su poder de absorción lumínica abre un novísimo “abismo” expresivo no solo en el campo de la pintura o la escultura, también en sectores como el arquitectónico o el textil. Gracias a la difusión de unas fotografías hemos sido capaces de ver cómo este material puede imprimirse en cualquier superficie y ocultar por completo todo rasgo volumétrico. De esta forma parece que el material nos sitúa ante una nueva plástica de la oscuridad, tacto de invisibilidad diferente, al menos en parte, de ciertas antiguas aproximaciones artísticas de objetivo similar**. Con todo y con ello, el horizonte que se abre con este material por un lado  permanecerá en exclusiva en el oscuro bolsillo de conglomerados empresariales con fines militares, además de –curiosa equiparación– en la superficie de las obras escultóricas de Anish Kapoor… en otras palabras, sea cual sea ese horizonte, parece que como sociedad nos está siendo vetado.

Diversos medios de comunicación especializados se hacen eco sin dar apenas ninguna importancia más allá de lo puramente anecdótico, trasladando y asumiendo una mentalidad más propia de la ingeniería industrial que del mundo artístico. Artistas y apasionados no tardaron en poner su voz en grito.

Al margen de los posibles derroteros de tinte político que pueda suscitar este hecho, lo relevante a mi juicio es intentar comprender, dentro de la libertad constitutiva del arte, qué posibles razones llevan a un artista a obrar así, y en consecuencia condicionar el presente y el porvenir de su práctica creativa, enmarcando su trabajo bajo una competitividad de corte monopolista y mercantil más que artística —suponiendo que este tipo de competitividad deba existir en contexto artístico, al menos bajo los mismos presupuestos de cómo se entiende este concepto en la actualidad.

Lo primero que salta a la vista es que el escultor patenta un material con el objetivo de que nadie pueda utilizarlo en círculos artísticos, dando a entender que si así fuera, su discurso —¿su negocio?— se vería perjudicado. Además de perseguir con esta acción un fundamento artístico más que dudoso, su obra misma, presumimos, corre el riesgo de convertirse en divisa—abocada a una lógica financiera interna y aislada, traspasando las barreras de la obra de arte y amparándose en las del objeto de lujo que pasa a poseerse mediante señoritismos culturalmente excluyentes. Si sus intenciones son las predichas, el escultor quedaría adscrito poco menos que en la espuria rama pseudoalquímica que anhelaba el negro más negro pero con el único objetivo de enriquecerse con el oro resultante de la mezcla, pasando por alto el noble afán de búsqueda de la naturalezaesencial de las cosas. Con esta actitud la alquimia se hubiera estancado sin alcanzar los cielos de la química actual, de eso estamos seguros.

Podría decirse que todo material novedoso, o combinado material original, en un principio sufre de un monopolio más o menos férreo, hasta que la demanda, del tipo que sea, democratiza su uso. No obstante al margen de estas disquisiciones, la verdadera cuestión es qué posible impulso ha llevado a un hombre —ni empresa ni organización— en su práctica artística y cultural —dimensión humana***— a imponer intereses egoístas y excluyentes en aras de una competencia ferozpuesto que si se tratara de comerciante o coronel, resultarían sus razones quizá meridianas, pero en lo cultural la ausencia de competencia no es la incompetencia. Repetimos, lo relevante no es criticar la moralidad de alguien en concreto, para ello habría que definir mucho mejor ciertas variables que escapan al objeto de este artículo, pero aún así creemos que es de una decisiva importancia poner sobre la mesa una actitudque vemos que afecta cada vez a más agentes culturales a modo de onda expansiva.

Las consecuencias pueden ser fatales. Pongamos por caso al cocinero o al físico, profesiones igualmente humanas, creativas; pues bien, ¿el hecho de otorgar un nombre —que en realidad es signo reivindicativo,rememorante— a la receta o a la fórmula recién descubierta debería desembocar irremediablemente en la prohibición elitista de los ingredientes o las ecuaciones utilizadas? El resultado se acaba traduciendo solo en arrebatar el alimento a otro ser humano, estancando el desarrollo ulterior de una comunidad de seres humanos. Seríamos testigos, a nuestro juicio, de la transformación de una práctica humana en su misma negativa fundacional y funcional. En otras palabras, los derechos de autor restringen ideas económica o nominalmente pero no culturalmente —al Cesar lo que es del Cesar

En realidad, si todos tuviéramos acceso a un tipo concreto de material, ¿nuestro objetivo sería ponernos a hacer lo que él hace y decir lo que él dice por museos y galerías?****, ¿no es esa visión consecuencia de una reducida y unívoca mentalidad que acabaría visión por acorralar al arte, y que terminaría por ahogarlo en objeto coleccionable?, ¿de qué se protege el escultor en realidad con esta estrategia de avaricia cultural? Sinceramente creo que la razón de este acto sobrepasa las fronteras de la producción estética y su justificación... lo que da a entender es que su obra no tiene más profundidad que la que otorga un material y su relativa escasez en un medio concreto. La misma mentalidad que lleva a meter un árbol en un museo solo por ser el último que queda sobre la Tierra. Una mentalidad que convierte centros de creación artística en zoos exóticos, en museos arqueológicos o peor aún, en circos de variedades.  

En varias de las mitologías contenidas en las escrituras sagradas hindúes, se nos previene del poder fáctico de los sentidos. Advierten del peligro de considerar la realidad como un influjo perceptivo sin aristas de ninguna clase. En una habitación oscura, una cuerda enrollada parece simular el descanso de una serpiente. Un palo dentro del agua cristalina, parece torcerse de forma oblicua a nuestros ojos. Es decir: lo estético no vertebra la realidad, realidad donde, está de más decir, incluyo al arte. A nuestro juicio esto podría arrojar una luz sobre la misma obra del escultor, y quizá nos ayude de paso a entender qué ha podido llevarle a actuar de este modo, en esta su última obra.

Anish Kapoor parece que nos vuelve a poner delante la historia de la serpiente y del palo de la que nos prevenía la tradición. Desde el comienzo de su carrera, con la conocida serie de esculturas llamadas “1000 Names” (cuyo nombre es de por sí identitario) hasta las últimas series de masas de apariencia muscular, Kapoor juega siempre con el observador mediante la simulación. En ambas, el simulacro y lo ilusorio cobran un decisivo papel. La primera pretende suscitar, en palabras del mismo artista, objetos que se encuentran “debajo del suelo”, y en la segunda, construcciones artificiales parecidas a la carne, obras con apariencia cárnica… por no hablar de toda la ristra de objetos de suelo y de pared reflejando el entorno volteado o simulando un espacio sin fondo. Esta tendencia ha sido una constante a lo largo de toda su vida profesional y artística. Nos encontramos ante un juego con arte de ventrílocuo donde el “truco” es esencial para su sostenimiento… es fácil entrever la máxima de cuanto más espectacular, mejor. Forma escultural que cobra todo su interés por las capacidades especulares que residen en apariencia en ella.

Charles Ray, en una conferencia sobre escultura titulada Thoughts on Sculpture, comentaba que el problema de la escultura de Kapoor, aquello mediante lo cual suscitaba en él tan escaso interés, se debe a que se trata de una obra de calidad  “diseñable, comprensible, capaz de poseerse (...)”. Con un ejemplo gráfico de una serie de dibujos animados, vemos al correcaminos poniendo una trampa al coyote, haciéndole caer por un agujero que después levanta con el pico como si fuera un trozo de tela sobre el suelo; Ray comentaba al hilo de este ejemplo que los agujeros oscuros de Kapoor también podías “metértelos en el bolsillo y llevártelos a casa”. Queriendo decir algo así como que la escultura comprendida en este tipo de ilusiones, al igual que la magia una vez desvelado su truco, cae tarde o temprano en indiferencia. No obstante, no estamos diciendo que en el engaño haya mentira necesariamente, y mucho menos que la expresividad de lo ilusorio o lo ficticio en el arte sean motivo de queja; solo ponemos sobre la mesa un aspecto que parece “justificar” la dinámica subyacente al hecho que traemos a discusión aquí. Esto no quita que pensemos que, una vez comprendida la obra, poseída, el calado indefectiblemente decae, nuestra relación viva se solidifica. Al hilo de este  razonamiento, nos preguntamos por esas otras obras que con el paso de los días —días que cuentan y son contados sobretodo en esa Historia del Arte culturalmente predominante—, parecen en cambio removernos a un tiempo que no somos capaces de encerrar definitivamente bajo ningún marco de comprensión específico, y que, a su vez, nos transmiten la cercanía del aroma de una época— en sentido amplio, cultural. Pensándolo bien, ¿acaso no estaremos con Kapoor ante ese mismo aroma capaz de dar las pautas interpretativas de un tiempo actual? Tiempo “poseído” de manera indefinida por una competitividad (mediática) que se posiciona como valor nuclear de realidad (artística), o al menos de su discurso… si esto es así se evidencia una caducidad, caducidad que puede dar como resultado una transformación del campo de expresión artística en campo de batalla —y no siempre pacífica.

No queremos aquí comprometer la obra de nadie ni mucho menos, pero creemos que es importante interpretar ciertos aspectos sobresalientes de la misma si con ello nos ayuda a entender mejor el contexto de esta última acción suya. Y de paso plantear una crítica, o como mínimo iniciar un diálogo. Porque esta obra no puede ni debe quedar aislada de la misma trayectoria profesional del artista, del sentido de su obra al completo.

Lo que parece más revelador, por lo contradictorio, es que el mismo Kapoor muestre una preocupación mediática poco menos que constante en deferencia a la libertad y la igualdad de los derechos humanos (quizá el caso más conocido es el del encarcelamiento del artista Ai Weiwei) y al mismo tiempo, con una normalidad pasmosa, sufra de una miopía con su propia práctica de tales dimensiones.

Es curioso cómo Kapoor se mantiene ocupado intentando sacar de la cárcel a este o aquel artista, para luego, una vez fuera, arrebatar a escondidas la libertad que constituye su misma razón de ser. ¿Acaso pretender apoderarse jurídicamente (despóticamente) de un descubrimiento material no es una falta igual de grave contra los derechos y libertades humanos?, ¿no es la libertad creativa la verdadera piedra de toque para cualquier concienciación ulterior en el ámbito de una comunidad artística y humana justamente entendida? ¿Cuál hubiera sido la reacción de aquel joven hace décadas en una ciudad convulsa y epicentro de una de las más grandes revoluciones escultóricas del momento, como lo fue Londres, si se le hubiera impedido usar un material concreto en su obra?, y aún más, puesto que no es el primer caso similar ocurrido en la historia, ¿qué sería del arte si esa mentalidad se extendiera, igual que un virus, y comenzaran a surgir espíritus de corte parecido?, ¿debería una institución pública orientada a crear comunidad —como un museo— apoyar una obra bajo la que sopesa una ética de este tipo?

Por estos senderos el arte no puede sobrevivir sin sufrir de una gravísima desnutrición. Alejados de posibles interpretaciones utópicas extremistas, es factible considerar no obstante que existe una responsabilidad de fondo al tratar de proyectar el ethos de esta acción, obligándonos a dilucidar si ciertos “derechos de autor” invaden derechos humanos como tal. En arte la autoría no debería convertirse en autoritarismo.  

Valdría la pena animar al escultor a una pequeña meditación: ¿son esas ideas suyas —las que con tanto ahínco se esfuerza en apresar— en realidad patrimonio exclusivo, patrimonio del individuo competitivo (aislado) frente al resto, o se deben (agradecer) al cuerpo vivo de la tradición de la que procede o hacia la que siente atracción, por muy oculta que sea? Recordemos que en lo cultural, como ocurre en todo organismo, aislar un miembro es condenarlo a muerte. Si no, volvamos a la serie denominada “1000 Names”, cuyos colores y disposición son vivo reflejo de los montones de pigmento que en mercados de toda la India ponen a la venta las mujeres mientras charlan sentadas en el suelo con sus compañeras. O sus famosos trabajos de cañonazos de cera roja, que podemos ver a escala reducida por esquinas de todas las ciudades indias, como consecuencia del rastro de una especie de tabaco de mascar que los ciudadanos escupen después de su uso, dejando ese característico surco de color rojo vivo. Sirva nada más  de botón de muestra, a sabiendas del reduccionismo excesivo en la interpretación de sus obras, ejemplo puramente formal y por ello sesgado. Que sintamos predilección por una “idea artística” no debería implicar la existencia de una suerte de  “cosa en sí” con nuestro nombre y apellidos. Esta confusión nos empuja a considerar la realidad desde nuestro pequeño periscopio, que es algo así como considerar la realidad del espacio a partir de su idea geométrica, obviando que nunca podrá ser agotado en una suma aritmética de volúmenes y superficies. Ya que siempre habrá por suerte una cara oculta –creativa– que se escape a nuestro control. Pero como hemos podido comprobar, esta visión parcial hacia lo matérico tiene una importancia decisiva para Kapoor, hasta el punto de defender, o mejor dicho, blindar esta posición con todas las armas a su alcance.

Mas, el verdadero “blackest black” tendrá forma de olvido, olvido que no tardará en engullir aquellas obras nacidas de una fugacidad fruto de una mentalidad culturalmente solipsista. Lo más probable es que este tipo de obras terminen en salones privados de megalómanos o como pasto de decoradores de interior sin alma, que viene a ser lo mismo. Nosotros, que tan lejos estamos del poder adquisitivo que le proporciona cierto estatus del mercado del arte a Kapoor, nos conformamos con buscar la sensación de total oscuridad en nuestras esculturas o cuadros apagando la luz y cerrando la puerta. Y a poder ser, queden dentro todos aquellos que pretendan arrebatar lo que no pertenece a nadie justamente por ser de todos.


Daniel del Río,
Barcelona, Verano de 2018







NOTAS


*El artista británico Stuart Semple en respuesta al suceso inició una “batalla por el color” contra Kapoor. Comenzando por el desarrollo de un pigmento, el “pinkest pink”, cuya patente está abierta para todo el mundo menos para Anish Kapoor. El pasado febrero sacó al mercado un pigmento llamado Black 1.0 Beta pigment, descrito como "flattest, mattest, blackest art material on the planet". A la venta de nuevo para todos excepto para Kapoor. Esto nos advierte claramente del fatal destino al que nos aboca este tipo de actitud –por ambas partes–  y que pretendemos hacer entrever en este escrito. 

**Nos vienen a la mente aquellos cuadros que tienen la Anunciación como motivo central, siendo quizá uno de los más antiguos conatos de transmitir una invisibilidad plástica –aunque de índole diferente– a partir de la representación pictórica del ángel invisible a los ojos humanos de la Virgen.

***Dar las razones ahora de por qué consideramos el arte de esta forma superaría con mucho las intenciones de este artículo, quede nada más apuntado para hacer ver las importantes consecuencias de la acción de Kapoor en lo que al hombre en general se refiere.

**** Dejando de lado la manida discusión sobre la “verdadera” autoría de sus piezas, traducida básicamente en quién se mancha las manos de pintura, si él o sus ayudantes. De hecho, defender tanto una posición como la otra nos introduciría de nuevo, aunque desde otra perspectiva ligeramente diferente, en el meollo del problema que estamos intentando poner de manifiesto.