Esbozos de un sentimiento escultórico

Revista Tres en Suma, Nº3, 2014


Primero de todo, dejar constancia, en favor de la honestidad de un servidor, que nada más lejos del objetivo de este escrito es la aspiración a sentar cátedra  o proporcionar teoría inapelable, digna de encarnizadas peleas con el resto de voces. Demasiado se ha luchado ya por la verdad única. Es en “materia” de espíritu, vertebrada por la acción de lo simbólico, donde cualquier acercamiento exclusivamente teórico seria como matar a sangre fría: imposible hacer doctrina de lo que solo puede ser amado –y fijémonos que el arte es de lo poco que se sirve siempre de esto último.

Palabras que subsisten entre temblores. Espero que el interesado lector no busque sacar provecho en la comparación, esclava de la forma, sino en la armonía –consigo mismo- de lo aquí descrito, con el fin de entrever lo que estaba en él desde un primer momento, pero acompañado de una luz, una luz desconocida.

Puede parecer que el texto está compuesto a partir de convulsiones; al no poder negar la procedencia inmediata de éste, pido disculpas si la forma se sacrifica en pos del contenido.

    

I


Para aspirar a hablar de escultura, hay que tratar de hablar de realidad. El artista-escultor es aquel que en lo profundo ansia la búsqueda del encuentro, encuentro que cimienta su vida en el mundo.

Con esto en mente, ¿quién podrá entonces hablar de lo escultórico, a saber, de lo real? Si existiera una respuesta, dejaríamos de hacer escultura. Por esta razón nos dedicamos a la escultura, por eso obramos.

La escultura clama al límite existencial, razón y relación de lo mostrado. La escultura, lejos de demostrarse, se muestra y ya. En su obrar se encuentra la faz de las cosas en su realizar. La sinceridad del movimiento artístico es su fundamento, movimiento único: piedra que esculpida es como si agua, viento, tierra y cielo fueran sus artífices sin nombre. Dejar a la piedra en su hacer es hacerle hablar de lo suyo; es aquí donde la perfección y la imperfección dejan de imponerse y dan paso a la obra en Arte y su obrar.

A día de hoy se podría decir que esta actitud se haya oculta bajo una suerte de culto a la imagen. El hombre-artista¹ sacrifica la identidad de su ser, consistente en vivir aquello que se es,en aras de la identificación, brindando peso definitivo a lo “extra-ordinario” de la obra, convirtiéndola en portento. Su objeto estará motivado por la perfección de la diferencia. Aquello que denominamos lo original, lo único (¿somos hoy por hoy capaces de concebir una obra si no va de la mano de lo único?), o en otras palabras: lo limitado. Observándolo detenidamente, ¿qué bien o luz de conciencia podrá ser traído a nosotros por lo único? Siendo lo único lo más limitado de todo cuanto existe, ¿no será también su bondad una bondad limitada en aquellos campos de relevancia para el espíritu humano?

En la progresiva transformación simbólica actual –quién sabe si de pérdida o sustitución simbólica se trata–, la acción del artista cada vez resulta, a ojos del prójimo, más inconsistente, inútil o sin sentido. Mientras tanto, el afán del hombre por ser proclamado como alguien –entendemos alguien separado–, le hace pensarse bajo etiquetas de “creador”, dejando el silencio creativo en lo más profundo y oscuro de sí. Comienza la adoración a dirigirse al creador sin criatura. De esta forma y sin quererlo cada “creador” rendirá culto a su Dios, a su propio Dios; un falso Dios por tanto, un Dios aislado.

La creación o acto creacional, en un tiempo no tan acaparado por el auge de un pensar abstracto, quizá no figuraba dentro de la concepción cosmológica de aquellos hombres como lo hace hoy. Tan misterioso y oscuro era concebir el comienzo de una cosa como su final. La escultura nos demuestra esto. Dar por finalizada nuestra meditación sobre la creación dando por sentado de antemano e irreflexiblemente el antiguo y tantas veces malinterpretado surgimiento a partir de la nada, no deja de ser fruto de pereza espiritual, muchas veces producida por una visión distanciada del mundo, de una perdida de cercanía, de con-tacto. Un campesino puede manifestar una verdadera actitud artística para con lo bello y no por eso pasarse la vida dentro de esa mortal angustia generada por ese estilo de creación de obra artística. La maldición del artista no es la necesidad de la creación, sino la pura necesidad.

 

II


La escultura es encuentro desconocido. Cuando se mira a una escultura, no hay que demorarse en ella –de esta manera la perderíamos– sino ver el todo como obra, el equilibrio que no descansa solo en la separación sino en lo abierto, que no descansa solo a través del tiempo sino dentro –lo in-temporal–. Reflejo de nuestra condición humana misma. El pedestal como intersección de lo alto y lo bajo, del tiempo y la eternidad, de lo secular y lo sagrado.

El equilibrio tiene que ser radical, este equilibrio debe encontrarse en la verdad. La verdad no posee lugar donde tomar descanso. Seria todo este proceso malentendido si el equilibrio al que estoy haciendo referencia fuera tomado como una búsqueda razonable de un “punto medio”. El punto medio en éste y otros asuntos se sostiene por la abstracción de unos supuestos limites que funcionan a modo de contenedor, situándonos en un punto o en otro, o en “medio” de ambos. Así en ningún momento estaremos cerca de lo dicho lo más mínimo. El equilibrio es armónico en el más profundo sentido de la palabra. La armonía requiere relación, es en cuanto relación. La armonía no se conoce, se reconoce. El equilibrio no debe atender a resultados ecuánimes y aparentemente lógicos, la armonía procede del sentimiento de plenitud, de identidad con lo que te supera: hacia aquello por lo que te postras. Reconocido cuando lo monumental, lo reducido, lo objetual, deje de serlo y pase a ser, sin diferencia ni semejanza. Si mantenemos nuestra mirada en la forma, nos quedaremos en la forma, si la mantenemos en la ausencia de forma, nos quedaremos en la ausencia de forma. Ambas posiciones descansan en la forma. Nada hay más lejos de la obra que estas posiciones del pensamiento sobre la forma. La escultura no es mera forma –ni ausencia de ella–, no es tampoco objeto: es obra. Esas esculturas que, ya sea en un sótano, ya sea en el más espléndido paisaje, acumulan el polvo de los días, mejor sería quemarlas en el fuego. El fuego es el escultor por excelencia.



III



En este punto, me dispongo a describir en más detalle –dentro de los limites que proporciona mi incapacidad–, el acercamiento al por qué del titulo anteriormente concedido al fuego. Esperando no emborronarlo de significados, me gustaría tornar la mirada en mirada esencial, puesto que no es fruto de análisis sino de visión concreta y fugaz.

Cuando se piensa en el fuego como escultor, hay que recorrer con él su obrar, o más bien, convertirse en él. Su esculpir es obra. Para conseguir soslayar la poderosa barrera del pensar hay que dar un impulso justamente al centro: al corazón del obrar. Cuando decimos que el fuego en su hacer es escultor, sin darnos cuenta nos detenemos al principio, al medio o al final del producto del fuego. Esto es perder completamente el sentido de “el fuego es el escultor por excelencia”.

El hecho de quemar no tiene ningún interés desde el punto de vista artístico más allá de considerar esto como una técnica escultórica en sí misma, una de tantas. Ni el principio de combustión, ni el acto de quemarse, ni siquiera lo ya quemado. No existe algo quemándose (acción del fuego), ni algo quemado (resultado del fuego), -al menos para nuestro propósito aquí, es evidente que desde cierto plano comunicativo es perfectamente así-. Desechemos por completo la mirada sobre cualquier tipo de objeto que nada tiene que ver con el obrar en Arte. El pensar abstracto nos impide ver lo que esta ocurriendo, la grandiosidad del fuego. Lo que obviamos en nuestro pensar abstracto es el corazón y huesos del obrar del fuego. Lo que convierte al fuego en escultor por excelencia no es lo originado “por él”, lo que convierte al fuego en escultor por excelencia es que el fuego obra en la manera en que es fuego. Esto es: la sinceridad, la sinceridad en acto con la que obra el fuego. Y no hay algo que haga otra cosa. El fuego demuestra un camino esencial, entre otras cosas a la escultura. Se le entiende –y enciende– de muchas maneras. El artista, iluminado por el fuego, debe obrar como el que obra.


IV



La sabiduría artística es sabiduría sacrificial. El artista que no se sacrifique a si mismo –y por tanto también su obra- a la Nada del Arte, vivirá en el desasosiego. Primero que el artista se sacrifique a sí mismo. Ya no solo la acción de esculpir obvia la existencia del escultor sino que el mismo fundamento del artista requiere de idéntico sacrificio. A la obra sin imagen, precede la obra en Arte. Mejor conviene al artista no pensar y sí recordar, porque no obra él sino la Nada del Arte.

Es probable que la escultura no sea aceptada ya. Quedarán desechadas e ignoradas aquellas que son sin segundos pensamientos.  Por esto: escultura, aspira al olvido y a la humildad, y recemos porque nuestro obrar y escribir sea siempre como si nunca nadie nos fuese a ver ni a leer.


Daniel del Río
Día de Año Nuevo de 2014
Guadalajara





NOTAS


1.  Respecto del hombre-artista, espero que lo limitado de mis conceptos no acoten el pensamiento de los significados. El hecho de llamarle hombre no reconoce de género concreto, tampoco el hecho de llamarle artista reconoce de profesión concreta. Denominarlo hombre-artista es una llamada a la plenitud del ser humano, sin escisión en sexos ni especialidades.